miércoles, 6 de marzo de 2019

CONCURSO ZENDA LIBROS

Disparo desde la trinchera y pienso en Dora. No tendría que hacerlo, porque en un descuido uno de los requetés que están devolviendo el ataque podría volarme la tapa de los sesos; pero lo último que he sabido de ella antes de llegar aquí es para preocuparse. Se ha fugado de casa.

A pesar de haberle hecho prometer que me esperaría, y que cuando el bando republicano venciera nos casaríamos, Dora no me ha hecho caso. De madrugada saltó desde la ventana de su cuarto, y desde un pueblo de Castilla la Mancha se ha puesto en camino ella sola en dirección al País Vasco, donde estoy destinado.

En el fondo no me sorprende. Dora es decidida, mucho más que yo, y lo último que iba a hacer era quedarse encerrada en casa cosiendo, rezando día y noche misal en mano o llorando cada vez que escuchara en la radio una novedad en el frente. La vida sumisa y silenciosa no está hecha para ella. Por eso cuando imagino la cara del padre de Dora al descubrir la fuga de su hija, se me escapa una sonrisa. Así aprenderá ese hombre terco y cerril a aceptar que estemos juntos, y a no amenazarme más con pegarme un tiro con la escopeta si vuelve a verme junto a ella.

¡Bang! Una bala se hunde en uno de los sacos de la trinchera. Me agacho, pero en lo que pienso no es en que han estado a punto de matarme, sino si a Dora puede haberle ocurrido algo durante el viaje. Aislados en el monte Kalamua, es imposible saber nada. Mucho menos cuando los superiores no nos permiten tener noticias del exterior, para no distraernos de las tres únicas tareas que tenemos que hacer: apuntar, disparar y no morir.

Imagino a Dora siendo asaltada por un grupo de fascistas, arrestada e interrogada para saber quién es y qué hace allí. Sé que Dora jamás dirá nada, pero daría cualquier cosa por estar junto a ella y protegerla.

Los disparos continúan durante largo rato, hasta que cerca de la medianoche una tregua se alza entre los dos bandos. Con el oído alerta para advertir cualquier cambio en la formación del enemigo, escucho en medio de la noche una voz que pronuncia mi nombre.

-Antonio Sánchez Navarro.

Me sorprendo al escucharlo, pero aún más al descubrir que quien habla no es nadie de mi bando, sino del contrario.

-Antonio Sánchez Navarro -repite la voz-. Si estás vivo, contesta.

De una manera por completo imprudente, asomo la cabeza por encima de la trinchera. Mis compañeros me gritan para que me oculte. Dicen que es una trampa. Pero desde mi posición veo que uno de los requetés ha salido a campo abierto y me esperaba a menos de cincuenta metros de distancia.

-¿Quién quieres? -pregunto empuñando el fusil-. ¿De qué me conoces?

-De nada, pero tengo un mensaje para ti. Es de Dora.

El temor me envuelve de nuevo. ¿La han apresado? ¿Torturado? ¿Fusilado sin piedad tan solo por ser la novia de un “rojo”?

-¿Vienes o no? Aquí hace un frío del carajo -se queja el requeté.

Si a Dora le ha pasado algo, no me importa morir. Salto por encima de la trinchera. A mis espaldas oigo los gritos de alarma de mis compañeros. Camino hasta colocarme frente al otro soldado y lo examino durante unos segundos, donde la vista se me va hacia la boina roja que corona su cabeza.

El requeté, después estremecerse a causa de un escalofrío, estira la mano y me da algo. Es una fotografía de Dora.

-¿Cómo tienes esto? -digo con las rodillas temblándome de miedo.

-Me la dio ella -responde-. Llegó a Eibar hace una semana. Intentó acercarse a tu batallón, pero la echaron sin miramientos. Como respuesta cometió una locura. Nos buscó a nosotros. La familia que la ha acogido tiene contactos con algunos de nosotros, y nos hizo llegar la fotografía. De este modo quiere decirte que está bien.

Miro la imagen de Dora sin creérmelo del todo. Es como si estuviera en medio de un sueño. Bien podían haberla matado mientras buscaba favores entre los sublevados. Pero ha conseguido crear algo importante: un momento de paz en mitad de una guerra sangrienta y cruel. Ha abierto un rayo de luz entre la más completa oscuridad.

-Gracias -digo con el mayor reconocimiento por ese gesto.

El requeté me mira con sorna.

-Ahora a seguir matándonos, ¿no?

Asiento con la cabeza. No queda otra. Pongo camino de nuevo hacia mi trinchera; pero no doy ni dos pasos cuando vuelvo a oír al soldado.

-Oye, si no salgo de esta, ¿harías algo por mí? Para devolver el favor.

Me giro hacia el requeté y lo miro fijamente a los ojos.

-¿Cómo se llama ella?

-Julia Aramburu. Vive en San Sebastián. Y te aseguro que ella tampoco es de las que se rinde.

-¿Es que hay alguna que lo haga del todo?

Los dos sonreímos y separamos nuestros caminos. El resto de la noche transcurre tranquila. Yo la paso mirando la fotografía de Dora, y pensando en el amor de ese requeté, mi igual por un par de minutos, que no sé si volveré a ver.

Al despuntar el alba, ambos bandos volvemos a la batalla.

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